Recuerdo cuando saltaba sobre los charcos y me empapaba la ropa. Cuando me daban pan con chocolate para merendar y acababa con más chocolate en la camiseta que en la sonrisa. Cuando las olas parecían tsunamis y yo surcaba los mares subido a un colchón hinchable en busca de tesoros.
Aún puedo sentir dentro de mí la alegría, la inocencia, la bondad y el entusiasmo de ese niño.
Pero también recuerdo mis heridas de un padre perfeccionista y emocionalmente distante. La falta de comprensión, que no de cariño, de mi familia. Las dosis de angustia, de dolor, de culpabilidad frente a los insultos y las críticas inconscientes de mis compañeros de clase. O, también recuerdo, esas horas, que para un niño de 8 años parecieron años, que pasé perdido en el bosque…
Todo eso, tanto lo bueno, como lo menos bueno, quedó grabado en mi interior bajo capas y capas de creencias, patrones y mapas. Todo eso ha sido responsable de muchos de mis actos cotidianos, de la mayoría de mis decisiones y de la forma en la que me he vinculado en mis relaciones personales. No era consciente de la importancia de escuchar a mi niño interior.